Por Miguel Angel Rouco
La canasta básica que mide la línea de pobreza está mostrando la virulencia de la inflación en un mes que se caracteriza por la falta de estacionalidad.
El aumento del 2,63 por ciento de ese indicador pone de relieve que la suba de precios está castigando con enjundia a los sectores de menores ingresos y está estableciendo un piso de inflación que no se refleja finalmente en los datos vertidos por el INDEC.
La falta de una ponderación adecuada del índice de precios al consumidor refleja una visión muy sesgada del efecto inflacionario en la economía en su conjunto y para ello hace falta que se observen otras mediciones.
Por caso, las ventas en supermercados y centros de compra cayeron 15 por ciento respecto de la inflación, lo que las convierte en un elemento morigerador de los precios.
Lo mismo ocurre con la menor actividad industrial que opera como un paño frío sobre los precios de salida de fábrica.
Otro tanto, pasa con el sector del trabajo donde los gremios, a pesar de haber lanzado una feroz ofensiva contra el gobierno, a la hora de negociar por rama de actividad, cuidan los porcentajes de ajustes en las discusiones paritarias.
Otro indicador que hace de contrapeso a la inflación es la informalidad laboral que mantiene a un tercio de la población trabajando de manera irregular, lo cual frena la apetencia de mejores ingresos en el sector formal.
Todos estos factores combinados están mostrando que es el sector privado quien está combatiendo a brazo partido la inflación.
Al mismo tiempo, refleja que el sector público, con sus asimetrías, su falta de productividad y su excesivo gasto, es quien genera la inflación a través de un déficit fiscal imponente.
Mientras tanto, con un rojo cercano a los 7 puntos del PIB, y con necesidades de financiamiento de unos 20.000 millones de dólares por vencimientos de la deuda, la administración Macri continúa empapelando el mundo con emisiones de deuda en diversas divisas y cuando no descapitalizando al Banco Central, obligándolo a remitir sus utilidades y aumentando peligrosamente su pasivo para absorber la liquidez excedente.
¿Y los brotes verdes?
Lo mismo ocurrió con el Banco Nación y derivó en la salida de Carlos Melconián. Ahora, el Tesoro le arrebató unos 3.000 millones de dólares a la entidad para financiarse mientras amplía el gasto burocrático. La designación de 2.300 nuevos agentes de escasa calificación para engrosar las filas del Estado, pone de manifiesto la ligereza con la que se manejan las cuentas públicas.
Ni los brotes verdes, ni las inversiones llegan y se cristalizan en nuevos puestos de trabajo.
La presión fiscal termina ahogando cualquier emprendimiento. El campo, uno de los motores de la reactivación, empieza a ver como su ecuación económico financiera comienza a revertir la rentabilidad generada por la devaluación, la salida del cepo y la baja en las retenciones.
El costo argentino -combustibles, logística y presión fiscal-, se está devorando la rentabilidad de los productores agropecuarios.
Esta situación se hace más ostensible en la producción tambera, la ganadería y en las economías regionales. Pero también está entrando en la agricultura, en especial, en aquellos productores de la frontera agrícola que no alcanzan a pagar sus deudas y afrontar los próximos ciclos por falta de rentabilidad.
Lejos de encauzar el gasto público, la administración Macri continúa jugando con fuego. Esta moneda tiene un reverso, la desconfianza de los inversores y de los mercados que le siguen manteniendo una baja calificación al país, apenas un escalón por encima del default.